Poco a poco la claridad de la pasada hibernación se me viene encima
como las pequeñas gotas que anticipan la tempestad de verano, los recuerdos desorganizados caen uno a uno sobre mi cara dejando huella translúcida.
Una huella que no desfigura pero que corta poco a poco pequeñas incisiones sobre cada célula hasta que rendirlas vacías.
Un testamento a los momentos no vividos, armada previniendo más urgencias, siempre en estado de guardia que procede a la tragedia,
la mirada sospechosa ante cualquier acercamiento,
cualquier toque, cualquier sonrisa
o la falta de ella.
Odiar lo que amé para poder dejar ir, expulsar de mi campo de batalla.
Y así me fui quedando en una, sola, exhausta, esperando el momento en que todxs se callaran para poder descansar y eventualmente recordar qué era vivir.
Convertirlx en roca para dejarlx quieto, convertirse en roca para acumular frío.
Unx menos que curar y cargar.
El tiempo en el que gritaba con la boca cerrada, rogando contención, fue el mismo tiempo en el que no podía dejar de sospechar de 2 territorios que se destruyes frente a mis ojos.
Este cuerpo y su planeta se secan y se cortan, y así se convierten en otra territorio
un campo de batalla después de la batalla.
Nadie ha dicho que era solo sobrevivencia, porque es siempre sobrevivencia.
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Siguen cayendo gotas -y probablemente nunca dejen de hacerlo-
pues mis territorios son configuradas en torno a las incisiones desde las cuales se drena.
Pero ahora me muevo a un nueva frontera, al otro lado del planeta,
donde mi cuello serán mis pies y mi boca vociferará canciones de ternura y furia.
Allí me acurrucaré en compañia,
pues es imposible ser más frío que las rocas australes y los sonidos que respiran en la montaña.