Ayer conocí a Oscar.
Lo había visto varias veces pasar por mi cuadra.
Él parecía sentirse a gusto a pesar del desconsuelo
Lo conocí y ya le hice un regalo, él me hizo otro.
Los zapatos le quedan grandes
Lo cubren varias capas de ropa
No se de que color son sus ojos. No le veo dientes. La barba le tapa la piel.
Me siento con él. En mi calle. En la suya.
Sonríe. Como yo nunca lo voy a hacer.
Probablemente porque se leer.
Él me confiesa que le hubiera gustado terminar el colegio.
Yo no lo sé.
Lo que me inquieta es tener conciencia de una conciencia incompleta.
No me tranquiliza esta normalidad.
A mi madre tampoco.
La de Óscar está lejos. Cree que él vive bien. Que trabaja.
No sabe nada de sus operaciones. No sabe que ya casi no puede caminar. No sabe que le duelen las piernas con el frío.
Quizás para ella aprendió a sonreír como si no hubiera mañana, como si no existiera el dolor. Echándose todo al bolsillo. Vacío.
El desprendimiento es el primer paso para experimentar el peligro.
Desde el suelo -desde donde él mira- el mundo se tensa.
Aquí si que no hay nada que perder. Para el resto.
La gente nos mira como si hubiera algo irreconocible.
El frío entra por mi espalda. Me dan ganas de quedarme allí.
Pero me levanto y subo a esconderme.
a la casa de las maravillas.
8.18.2009
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