11.09.2022

Un mes antes del viaje -que comprende la excitación del despegue, y la desilusión del aterrizaje-

todo parece una larga secuencia final.

Cajas por todas partes, mitades de papeles, de ideas que salen disparadas de los cajones que ya no existen.

El vértigo de la salida permeado por torpes esfuerzos por tratar de dar sentido a lo que fuimos.

Este viaje que parece una bisagra, o un gran empezar de nuevo, 

es al final tan solo una transición, una continuar migrante, una versión exaltada de lo que siempre hacemos: devenir otro que es simultáneamente siempre lo mismo.

En medio de todo esto, me recuerdo a mi misma que cada despedida es peor antes de que ocurra.

Algunas son despojadas de ceremonia y dan espacio a un largo duelo,

otras son precedidas por el drama desatado para abrirse al vacío y la calma.

Pero ninguna es fácil, por mucho más que una quiera escapar de esa apertura de la carne.

Sin embargo, siendo mamá el duelo de la despedida ha cambiado de forma. 

Ya no se trata sólo del dolor de dejar ir a un otro, ahora el duelo es también dejar ir aquello que una -y mi hija- no devendrá en esa compañía, 

frente a los ojos de aquel-la persona o lugar que nos cobijó o que nos castigó durante tanto.

Este duelo que es simultáneamente emocionante y atroz. Porque implica reducir nuestras historias a algo que pueda ser narrable y transarla por nuestro pasado.

Es buscar una imaginada coherencia contra la ansiedad y el miedo,

ese miedo que se acabará solo cuando el adiós lo hayamos finalmente pronunciado.

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